Veía con claridad aquel mundo que nunca podría vivir. Su alma se sentía serena, mas la angustia poco a poco ramificaba sus esencias por entre los nervios, venas y neuronas. Él recordó el mundo donde vivió; él recordó que su corazón no late por medio de una pluma, ni sus pensamientos son del «otro». Lloró inconsolable. Lloró por días cuando llegaba a su escritorio y veía papel, pluma y una máquina de escribir vieja.
Y sin embargo, seguía viendo aquellos bellos árboles erigidos por una madre naturaleza ajena a su realidad.
Sus lágrimas se convirtieron en savia de tinta negra.