Ya llegaron y lo que nos queda es huir o negociar.
Mientras, Raúl mira al cielo a aquellos objetos que parecen tener vida por sí mismos; pero eran naves, aparatos alienígenas voladores. El campo celeste brilla diferente, como un paraíso que creíamos perdido.
Los transeúntes gritan de espanto; los coches quedan inservibles, en silencio; y los civiles más astutos huyen, se resguardan en el lugar que les parece más seguro, o por lo menos siguen corriendo hasta que sus piernas no pueden más.
Raúl sigue mirando a aquella circunstancia imprevista por cualquier orden político.
Un cúmulo de manchas, a lo lejos, flota hacia un punto cercano a las naves y después se desintegra: son automóviles, personas, tanquetas, pedazos de casas, edificios…; todo se esfumó en un suspiro. Raúl abre bien los ojos y sabe que nada diplomático resolverá lo acontecido. Toma rienda entre sus piernas entumidas y, como robot descompuesto, intenta correr torpemente, hasta que gana la batalla contra el terror y se va lejos, muy lejos.
[…]
Dentro del establo llora por todo: por su familia que dejó atrás, por sus amigos, sus mascotas, por su cómodo trabajo que por fin obtuvo; todo aquello que desapareció y ya no volverá.
Por un momento creyó que su seguridad duraría días, tal vez semanas; pero seres etéreos entran por las rendijas del radiador y éstos parecen mirarlo. Un frío desalentador pasa por su espina dorsal; no, es algo más, es como si una fuente de leche fresca fuera rociada por su espalda, y ésta diluyera todo material duro en su acuífera forma, hasta convertirse en «uno».
Pero su conciencia perdura.
Se escucha algo parecido a un canto.
Él ya no tiene cuerpo. Él ya no tiene nombre. Él ya no es humano.
“Has salido de tu jaula; ahora vuela, vuela con nosotros, y olvida a Raúl, déjalo atrás; vuélvete Uno con las estrellas y el Cosmos”.
Raúl ha dejado de existir.