Sus pantalones apestan.
El poco pudor que le queda lo invita a mirar a los sujetos que tiene a sus lados; los dos simulan no incomodarse por el ácido olor de aquel hombre fracasado.
«Zum zum»
Una mosca vuela y se para en su cabeza. Su cara, hastío. Situación más patética no se pudo imaginar. O sí. Siempre las cosas salen mal. O peor. Muchísimo peor. Así ha sido su vida, entonces hay que aceptarla, luego entenderla. O no; entenderla no es necesario, sólo con asumirse como un perdedor enjaulado, y con la puerta abierta, es suficiente.
Escucha un número que proviene de la amplificador: se adecua a ese que tiene apuntado en el papelito arrugado que sostiene su mano menos dócil.
Es su turno.
Se para; inhala; suspira; deja una estela de acre mientras se dirige a la ventanilla. Sonríe, pero no sonríe.
Ahora está frente a la ventanilla y muestra sus dientes amontonados y amarillentos. No dice nada. La operadora bancaria lo mira esperando algún mensaje cordial para darle hilo a su oficio, o por lo menos comenzar una plática. Nada de eso. Sólo mal olor y una cara ribeteada de sudor.
Traga saliva.
—Eh, vengo a robarle su banco.