Puse agua, puse todo,
y el jardín no creció.
Rompí el pacto urbano,
me volví austero, rudimentario,
eché semillas, lágrimas,
y el jardín, no, no creció.
Platiqué con dioses blancos,
negros, amarillos, y azules;
recé, recé,
y el jardín ni un centímetro creció.
Llegó un ángel tuerto,
dijo que veía de más,
y dejé a un ojo muerto,
pero ni así el jardín creció.
Me corté un brazo,
una pierna,
empapé de sangre al suelo,
más lágrimas, más agua,
allá todos los sentimientos,
evaporándose en esperanzas…
Y el día que morí,
mis entrañas se conectaron
con los minerales;
mi cerebro, ya marchito,
glorificó al vientre subterráneo;
y de los años, vastos años,
el jardín, sí,
bello,
maravilloso,
opulento,
verde, rojo, amarillo,
ámbar,
por fin creció.