Kosuke dibujaba la alborada que soñó; se dio cuenta que se trata de su alma, un fragmento del lápiz que dibuja los contornos de su más prístina ontología, trazado por un pincel delicado, de cabellos finos recolectados, hasta llegar a un sol penitente, asomándose entre cerros de marfil, enclaustrados sobre una selva de pinos boquiabiertos, y un cielo crispado por la pena de no caber en la finitud de este dominio abstracto.
Ya conmocionado, se sentó en el taburete que construyó su padre, carpintero de nacimiento, para recordar las bases de un oficio y su vocación, de cuando palo y piedra podían construir un castillo, tal reflejo de almas aterradas; y tirando instrumentos del artista al suelo raso, dio un brinco al caballete, donde voló como golondrina y se extinguió en un suspiro a través del aire de papiro.